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Era uma vez a sampa...

O las mil y una historias de Brasil

“Mae preta, me conta uma historia,

Entao, fecha os alhos, filhinho:

‘Longe, longe,

Era uma vez o Congo.

Despois…’

Os alhos de preta velha pararam.

Ouviu barulho de mato no fundo do sangue.

Um dia

Os coqueiros debruçados naquela praia vazia.

Despois, o mar que nao acaba mais.

Despois…

Ué, maezinha, por que você nao acaba o resto da história?”

“Mae preta”, Raul Bopp

¿Cómo abordar una ciudad de doce millones de habitantes en un país de doscientos millones? Última parada en mi estancia brasileña, tras recorrerme el país de norte a Sur desde el estado de Bahía -con sus preciosas playas e imponentes paisajes, su precipitado Carnaval, su alegre gente, sus tradiciones marcadamente africanas-, pasando por la seductora Río de Janeiro -ciudad atractiva como las haya, polo de fiestas al ritmo de samba y atardeceres playeros rodeados de salvaje naturaleza-, hasta la principal ciudad sureña de la región metropolitana de Sao Paulo. Me recomendaron no ir: Sao Paulo no vale la pena, Sao Paulo es peligroso, Sao Paulo es demasiado grande. Permítaseme contradecirles: Sampa mola. Y Sao Paulo, como Brasil, no es solo una historia, son muchas.

Llegué a esta inmensa urbe el viernes, después de una accidentada semana en la paradisíaca Ilha Grande y la romántica villa de Paraty. Si mis planes en estas se limitaban a sol, playa y lectura, el destino hizo que solo pudiera disfrutar de la última. Excepto por unas preciadas horas de la mañana de domingo en que aproveché para zambullirme en sus cristalinas aguas, llovió estrepitosamente el resto de la semana, obligándome a permanecer encerrada en la habitación del camping isleño de la pequeña ciudad de Abraao que, para mi agrado, eso sí, estaba completamente vacía -quizá el resto de turistas sí habían chequeado la previsión meteorológica con antelación. Decidí ocuparla enterita desperdigando mis posesiones sobre todas las camas disponibles como si, después de tanto tiempo viajando, tuviera al fin un espacio privado, solo para mí. Conecté el spotify a todo volumen y me abrí una cerveza en el balcón de mi inesperada suite privada. Justo cuando estaba tomándole el gusto a pasar unos días aislada, nunca mejor dicho, a mis aires, falló la conexión WiFi, se fue la luz y se cortó el agua. Y seguía lloviendo a cántaros. Genial. Por lo menos, la cocina del camping funcionaba: todavía pude comer. Me preparé unos tristes espagueti sin salsa alguna acabando con mi despensa de alimentos mochileros mientras la extraña pareja del camping, a quien había pagado las noches por adelantado, me miraban de reojo evitando cruzarse conmigo por piedad o, tal vez, por miedo de que no les reclamara el dinero de vuelta. En fin, toda pausa obligada tiene sus beneficios: aproveché para dormir, mucho, y para pensar, algo.

En cuanto mi peaje celador llegó a su término, recogí mis cosas y me fui escopeteada al puerto para embarcar en el primer ferry disponible a la ciudad de Angra dos Reis, ya en tierra firme, escapando de tan idílica isla a la que nunca se me brindó la oportunidad de explorar. Tal cual subí en el bote, los primeros rayos de luz se desnudaron ante un cielo traidor frente a mi rabioso asombro. Maldecí la isla con todas mis fuerzas justo cuando un simpático porteño se sentaba a mi lado para entablar conversación. Se dirigía a Paraty, como yo, así que seguimos juntos todo el camino, entre discusiones sobre el Barça, Messi y el River (evidentemente, era un fanático del fútbol, como gran parte de los argentinos, y se moría por ir a Barcelona a visitar el Camp Nou, cosa que nunca entenderé), acompañadas de mate, ritual del que parecen no poder prescindir incluso subidos en un mortífero bus por sinuosas sendas dirección sur.

Paraty resultó ser un carismático pueblo costero de arquitectura colonial, calles empedradas (por las que resulta más que difícil caminar) y casas coloridas que, pese a salir ya de la temporada alta, está repleto de costosos bares con música en vivo, delicados restaurantes y múltiples agencias de turismo. Solo nos quedamos una noche, y también llovió a ratos, pero aun así, fue agradable: paseos tranquilos por el centro histórico, nubladas siestas en la playa más próxima, cervezas al atardecer y un relajante paseo en barca de todo un día acompañado del melancólico recital acústico de un afable cantautor al que vanagloriamos durante las más de cinco horas que duró el trayecto, caipirinha de maracuyá en mano. No estuvo mal.

Al fin, tras un viaje nocturno en bus al que me rendí nada más aposentarme en sus incómodas butacas, llegué a Sao Paulo el viernes a las siete de la mañana. Decidí llegar con transporte público al hostal (¡al fin una ciudad latinoamericana con metro, bendito metro!) que había reservado en el bohemio barrio de Vila Madalena, cargada con más de 17 kg en la espalda (mi mochila subió de peso con las últimas adquisiciones brasileñas), más por orgullo propio que por sensatez. En el hostal Sampa me recibieron amablemente y me mostraron la que sería mi cama en los próximos cuatro días, y sobre todo, en las próximas dos horas de recuperado sueño, tras las cuales empezó por fin mi aventura por esta gigantesca ciudad.

Sao Paulo constituye la primera metrópolis de Sudamérica y una de las más pobladas del mundo. También es la segunda ciudad con más residentes de origen nipón, y el principal centro financiero de Brasil. Apodada “la ciudad que nunca para”, Sao Paulo es un centro efervescente inabarcable para cualquiera que se proponga recorrerla de arriba abajo. Y al mismo tiempo, Sao Paulo no es una sola ciudad, son muchas. Si bien sus vecinos cariocas la critican por la enfermiza obsesión paulista por el trabajo, también admiran por igual su desenfrenada vida nocturna. Ciudad de extremos, Sao Paulo no te deja indiferente: love it or leave it.

Uno de los mayores atractivos turísticos de Sampa lo conforma el parque do Ibirapuera. Se trata del más importante de la ciudad, abarcando un área verde de 160 hectáreas donde se albergan algunos de los museos más reputados de la ciudad (el Museo de Arte Contemporáneo, el Museo de Arte Moderno, el Museo Afro Brasil, el Planetario, el Pabellón Japonés), junto a deslumbrantes lagos y magníficos jardines florecidos por los que pasean tanto trabajadores circundantes como tranquilas parejas con hijos, adolescentes deslizándose por entre sus rampas al más puro estilo skater, runners profesionales bordeando el lago, ciclistas relajados y, evidentemente, turistas como yo. Por extraño que parezca, uno no puede sino pensar en el Central Park de Nueva York al vislumbrar los rascacielos que se alzan tras los lagos de agua turbia.

Me recorrí todo el parque antes de decidir entrar en el Museo Afro Brasil. Este contiene una impresionante exposición permanente destacando la perspectiva africana en la formación del patrimonio, identidad y culturas brasileñas desde sus inicios hasta hoy día, de la mano de cronistas, escritores, pintores, escultores y coleccionistas de piezas representativas de las fiestas y tradiciones culturales propias del sincretismo identitario que impera en este país. Como proclama el curador del museo, su intención es realzar el valor de estos orígenes olvidados durante mucho tiempo y establecer un vínculo empático con el que el brasileño de hoy pueda sentirse identificado. Pese a asimilar solo parte de su extensa mirada retrospectiva por la historia de este país, me gustó y mucho. Volví al hostal feliz, aunque exhausta, perdiéndome entre los barrios circundantes al parque en busca de la linha verde, de Paraíso o Ana Rosa a Vila Madalena.

El sábado lo dediqué al centro histórico de la ciudad o downtown. Empezando mi recorrido en Praça República de la mano de una guía entusiasta del Free Walking Tour, esta nos contó cómo SP no se parecía en nada a lo que es ahora, permaneciendo aislada del centro de gravedad de la colonia concentrada en Salvador de Bahía como primera capital portuguesa hasta su sustitución por Río y la posterior y artificiosa construcción de su actual capital, Brasilia. Sao Paulo floreció a raíz del descubrimiento de oro en la región de Minas Gerais y del ciclo de producción de azúcar y café que se extendió en la provincia. Con el crecimiento económico e industrial de la ciudad, llegaron inmigrantes italianos y asiáticos y se instaló la primera facultad de derecho, lo que dio un nuevo impulso a la futura metrópolis. Actualmente, la Universidad pública de Sao Paulo es la más reputada de Brasil y una de las más prestigiosas de toda América latina, a la que solo pocos tienen acceso completamente gratuito.

Recorrimos sus calles en más de tres horas con obligada parada en sus más ilustres edificios y plazas: el Copan (del importante arquitecto brasileño Oscar Niemeyer), el Theatro Municipal (inspirado en la Ópera de París), el Pátio do Colégio (donde se fundó la ciudad en 1554), la Catedral da sé, el Mosteiro de Sao Bento, la estación Luz (inspirada en el Big Ben) y los rascacielos Banespa (inspirado en el Empire State), Martinelli (el primer rascacielos de Sudamérica) y Miranti (el más alto de la ciudad), desde los que se pueden observar las impresionantes vistas de la ciudad, pasando por el viaduto do Chá bajo el cual se alza la avenida Anhangabú (que solía ser un río) y finalizando cerca del Mercadao Municipal, con sus exóticas frutas y sus célebres bocadillos de mortadela. Extenuante itinerario bajo un sol ardiente, pero más que suficiente para hacerse una idea de la ciudad. No me quedó claro el porqué de su orgullosa obsesión por construir edificios cuyo parecido a los europeos no hace sino restarles valor, a mi parecer. Y, por extraño que parezca, lo que más me sorprendió fueron las luces de los semáforos construidos con la forma del monumento más próximo en motivo de la Copa del Mundo de 2014, el impostómetro o panel electrónico en el que se muestra el dinero recaudado en tasas desde el inicio de año, y los predicadores de la Praça da Sé con sus altavoces atrayendo mareas de paseantes junto a quioscos vendiendo revistas Playboy Ele/Ela, además de la atareada e incluso temeraria rua 25 de Março, donde se congregan dudosos vendedores de productos electrónicos a precios competitivos como si de una inmensa Ronda de Sant Antoni barcelonesa se tratara. Escalofriante.

Mi último día como turista en la ciudad lo pasé en el barrio de Vila Madalena y en el barrio japonés de Liberdade, donde se come de maravilla. Vila Madalena, dentro del barrio de Pinheiros, sería el equivalente al barrio de Gracia de Barcelona, solo que con muchas pendientes y repleta de graffitis, razón por la cual adquirió su reputada fama. Antiguo pueblo de favelas absorbido a posteriori por Sao Paulo, Vila Madalena se transformó con la llegada de estudiantes expulsados del campus próximo a la zona, atrayendo la mirada de artistas e intelectuales hacia los años noventa que vieron en el barrio un plácido compromiso al ruidoso tráfico de la ciudad y lo convirtieron en lo que es ahora: un cuidado barrio bohemio de clase alta. Pasearse por sus calles resulta de lo más agradable, y de visita imprescindible son los graffiteros callejones de Beco do Batman y Beco do Aprendiz, donde se encuentran los murales de artistas conocidos como Eduardo Kobra, Boleta o Ninguém Dormi, además de numerosos pichaçaos o tags en las zonas más altas e inaccesibles de la ciudad. Dichas avenidas fueron visitadas recientemente por los Rolling Stones tras su agendado concierto, y como curiosidad, hace poco se añadió un graffiti en solidaridad con los atentados de París. Otro must de Vila Madalena son sus animadas noches, concentradas en los concurridos bares de la rua Aspicuelta, donde me dirigí no sin antes pasar por el mercado hipster semanal en la praça Benedito Calixto.

Acabé mi turística y breve estancia paulista encontrándome con Julián, madrileño a quien conocí en California hace diez años y que actualmente reside en dicha ciudad. Como yo, o mejor dicho, mucho más que yo, ha vivido en distintos países del mundo y ha viajado extensamente por infinidad de ellos. Por razones de trabajo lo desplazaron a Sao Paulo hace un año. Todavía hoy, no acaba de sentirse del todo acorde a este país. Brasil es el quinto país más grande del mundo. Tierra prometida de playas, fiesta, samba, sexo y caipirinhas. Ocupando gran parte de Sudamérica pero a su vez tan dispar respecto a sus países vecinos. Grandes paisajes y grandes sonrisas. Excelsas urbes e islas desiertas. Shopping malls y candomblé. Narcotraficantes y capoeira. Excelente música y poca conciencia cultural. Alegría e inseguridad, oportunidades y crimen, potencia creciente y corrupción, desbordante hospitalidad y agravante racismo.

Brasil es definitivamente un país de contrastes. Brasil no es una sola historia, son muchas.

Y añado: un país para volver.

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