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Bolivia:
aquí donde el ayer es hoy

Llevo más de diez horas en la parte delantera de un bus de dos plantas. La carretera se extiende hasta el horizonte, como si no tuviera fin. Solo la luz distingue el paso del tiempo. Me gusta observar la carretera cercada a ambos lados por montañas y prados que van cambiando de perfil a medida que avanzamos. No sé en qué día de la semana estamos. Hace tiempo que no lo sé. Apenas asimilé el cambio de año.

Crucé la frontera hacia Bolivia hace unos pocos días. Un hombre chileno de avanzada edad nos pasó a buscar por el hostal con una furgoneta ocupada por unas doce personas. Resultó ser hijo de una mujer catalana, por lo que nos bautizó como sus “sobrinas catalanas”. Hicimos cola en la aduana de Chile, pasando por delante de otros turistas como nosotras porque yo debía comprar tabaco con los últimos pesos chilenos que nos quedaban y teníamos prisa. Volvimos a subir al auto unos cuantos kilómetros hasta llegar a la frontera boliviana, por el paso del Hito Cajón (la ruta que suelen hacer los que van de Atacama a Uyuni, como nosotras). Cruzar por tierra siempre me gustó, entras a formar parte de un caos generalizado entre largas colas de autos y gente atareada con grandes sacos de mercancías arriba y abajo, como en Tijuana, Ceuta... Las fronteras, pese a lo estúpido del concepto, confieren un aura especial, rozando lo romántico. Alzan su bandera nacional, orgullosas de anunciar que ya estás en nuevas tierras por unos pocos metros imperceptibles para los ciudadanos de a pie. Me sellaron el pasaporte sin problema. El descendiente catalán nos preparó desayuno en la intemperie antes de despedirse (“lloren por mí, pero no sufran por mí”) y dividirnos en cuatro coches 4x4 que nos llevarían en un tour de tres días por el Salar de Uyuni y alrededores: a Lídia y a mí nos tocó el de Elmer, un callado y joven conductor boliviano de 23 años y camiseta del Barça. Compartimos auto con una pareja (un francés y una sueca de 22 años residentes en Estocolmo que llevan seis meses dando la vuelta a Sudamérica) y dos argentinos, amigos de toda la vida, uno de los cuales resultó ser un artista de renombre cuyas obras ha expuesto en el Metropolitan de Nueva York, en el Louvre y el Grand Palais de París, y en otras galerías de Londres, Berlín, Sidney. Pretendía volver a Uyuni después de diez años y acampar dos semanas en pleno salar esperando a que lloviera para volver a presenciar el reflejo del cielo estrellado en el salar. Yo nunca pude verlo. Él debe de estar allí todavía. Espero que lo consiga.

Nunca me gustaron los tours organizados. Sin embargo, si algo de bueno tienen es que durante un tiempo limitado convives con una serie de gente que se encuentra en la misma situación que tú, unidos por el azar de las agencias turísticas. Sería algo así como la muerte, que nos pone a todos en el mismo lugar. Nuestro conductor se alió con uno de los otros conductores y decidieron que ambos coches irían de la mano durante todo el trayecto. Por azares de la vida, de nuevo, la repartición fue acertada: el otro auto estaba ocupado por dos chilenas de unos veintipico ancladas todavía en la adolescencia, aunque muy majas ellas; una americana de 20 años de Pennsylvania pero residente en Nueva York que ya había vivido, pese a su edad, en Galicia, Buenos Aires y no sé cuántos sitios más, amante de Barcelona, muy espabilada; un japonés que se puso enfermo nada más empezar y que admiraba el fuerte carácter latino pero no podía pronunciar una sola palabra en castellano más que “pollo”; y una pareja de ingleses, extraña combinación de dos doctores conformados por una chica exageradamente rubia y un británico de origen hindú. El segundo coche estaba siempre cantando y bailando, en todas partes; el nuestro era más silencioso, reflexivo tal vez.

La primera parada fue en la Reserva nacional de fauna andina Eduardo Avaroa, justo al lado de la frontera. La entrada no estaba incluida en el tour, pero por descuido de los agentes bolivianos, yo no pagué. Las montañas de la reserva son las más altas de la frontera, salpicadas de volcanes activos, fuentes termales y géiseres humeantes. Nos apearon en la Laguna Blanca y la Laguna Verde, ambas coloreadas debido a los minerales que contienen (cobre, magnesio, carbonato de calcio, plomo y arsénico), seguidas del rojizo desierto de Dalí, caracterizado por albergar rocas que fueron expulsadas por el volcán Licancabur. Continuamos la ruta matutina con las termas de Polques (esta vez no nos bañamos) para acabar en el Geiser Sol de Mañana, a 4.990 msnm, y de intensa actividad volcánica. Mientras observábamos boquiabiertos los cráteres de lava hirviendo y empujándose para salir a la superficie hasta alcanzar 10 metros de altura cual olla a presión, el segundo jeep se quedó sin batería. Debíamos llegar al refugio hacia las dos de la tarde para almorzar. Llegamos a las cinco. Nos indicaron a cada grupo nuestra correspondiente habitación compartida, evidentemente sin Wifi, ni red, ni agua caliente y solo unas horas establecidas de electricidad, y comimos todos juntos lo que nuestros conductores nos habían preparado humildemente (es normal, en estos casos, que el conductor sea además chef y mecánico). Tras saciar nuestro apetito, nos indicaron la dirección a pie hacia la Laguna Colorada, la cual visitamos en un agradable paseo a la luz del atardecer para observar infinidad de flamencos andinos flotando sobre el agua rica en minerales y algas que le confieren ese intenso color. A la vuelta, pero, sufrimos el viento en contra y llegamos agotados y muertos de frío al refugio, donde mi grupo se solidarizó para meterse dentro de las sábanas silenciosamente, solo interrumpidos por la temprana cena de nuevo, antes de volver a acostarse hacia las nueve y media de la noche. Fue un día intenso.

A la mañana siguiente nos levantamos pronto para seguir con la ruta. Los choferes se pasaron la noche reparando el auto, aunque no sirvió de mucho -cada dos por tres tuvimos que parar a auxiliar al segundo jeep. Nos propusieron ir por caminos alternativos esta vez, para no encontrarnos con tantos turistas. Aceptamos, no sin cierto recelo. Visitamos el Árbol de Piedra, una formación de tipo seta rocosa debida a la erosión del viento, en la que las chilenas, una vez más, se hicieron un book de fotos en las mil y una posturas posibles. Seguimos por el desierto de Siloli parando en distintas de las Lagunas Altiplánicas (uno al final ya estaba harto de tanta laguna y más por la poca motivación de Elmer, cuyas explicaciones se redujeron a “paren y tomen fotos”), hasta llegar al mirador del volcán Ollagüe y el salar de Chiguana. Según la ruta, debíamos parar a comer a San Juan de Rosario, pero no fue así. Nos encontramos en medio de la nada, en un refugio aun más austero que el anterior, donde tras la comida se inició nuestra pequeña revolución turística. Elmer, líder de choferes, nos dijo que no sería posible llegar a dormir al Hostal de Sal de Puerto Chuvica, a los pies del Salar, debido al Dakar que estaba teniendo lugar en ese mismo día en los alrededores de nuestra ruta. Los militares habían cerrado el paso. Su propuesta era pasar el resto del día allí descansando, dormir en el refugio y levantarse a las dos de la mañana, cuando el Dakar ya habría despejado el camino, pero nos quedaríamos sin hotel de sal y sin salida del sol en el salar. Las justificaciones fueron escasas. Empezamos a pedirles explicaciones, en la agencia de Atacama no nos vendieron eso. Elmer puso los ojos en blanco y empezó a dibujar la ruta en una hoja en blanco con los posibles obstáculos de por medio. Sus razones eran contradictorias. Dijo que no confiábamos en él. Lo cierto es que a mí nunca me gustó. Me opuse a la propuesta y me contestó de malas maneras, diciendo si queríamos encontrarnos estancados a las doce de la noche en medio de la nada, sin cena y teniendo que dormir en el coche. Me ofusqué tanto que no volví a abrir la boca y me fui a fumar. Cuando volví, Lídia había tomado el control de la discusión, apoyándose en su descarga de mapas de Google Maps, y toda la mesa giraba entorno a sus argumentos. El japonés la miraba, admirado y repitiendo que adoraba el genio español, siempre combativo. La americana se unió a la lucha, diciendo que no entendía por qué no habíamos llegado al mismo pueblo que el resto de turistas (estaba muy alterada, aunque sin perder nunca su grácil sonrisa). Las chilenas trataban de apaciguar el ambiente. La inglesa, pese a no hablar castellano, intentaba apoyarnos. Los chicos no abrieron la boca en todo el rato. La revolución femenina acabó a nuestro favor, decidiendo seguir la ruta pese a arriesgarnos a no tener cena ni alojamiento, pero debíamos llegar al salar, tierra prometida.

Subimos a los jeeps de nuevo, contentos y felicitándonos por nuestra labor, encabezada por Lídia. Elmer estaba rabioso y paraba el coche por cualquier excusa, se le notaba nervioso. Quisimos cambiar la música (la cumbia peruana, otra vez, nos tenía hartos). Elmer dijo que no podía concentrarse para manejar sin su música. Luego añadió que siempre le pasaba lo mismo con los españoles, que no se podía con nuestro carácter y que siempre nos quejábamos. El ambiente era tenso, aunque el camino lo compensaba con su belleza. Paramos en el pueblo de San Juan para comprar helados, cigarrillos y cervezas. Unas niñas salieron a jugar con nosotros y me robaron el sombrero, mientras las zarandeaba con ambas manos haciéndolas volar. Nos despedimos de ellas (“¿Cuándo van a volver? Aquí siempre para gente y se va…”). Llegamos por fin a la línea de paso del Dakar hacia las cuatro de la tarde. Los militares, jóvenes y aburridos de llevar todo el día parados, nos dijeron que esperáramos hasta las siete para poder avanzar. Compramos más cervezas y me senté en el suelo a seguir con mis pulseras, mientras llegaba otro auto de turistas como nosotros y saludábamos excitados a los coches y motos que participaban en el evento. A las cinco, nos dejaron pasar. Todo había salido bien, al fin y al cabo. Pero cantamos victoria demasiado pronto: en medio del desierto se volvió a estropear el segundo auto. Cambiamos baterías, pero volvió a fallar. Les tiramos con una cuerda medio rota durante un tramo. Se rompió. Al final, Elmer decidió seguir con nosotros y dejarlos abandonados para volver a recogerlos con su auto más tarde. Al cabo de unos minutos, nos quedamos nosotros también tirados. Empezaba a anochecer. Llegar al salar estaba resultando toda una aventura. Por suerte, no nos encontrábamos ya lejos del hotel de sal y Elmer llamó para que nos vinieran a buscar. El primer grupo llegamos al fin al precioso hotel, de suelo y paredes de sal, listos para una exquisita y bien merecida cena con chorrillana (un poco corta de sal, pero nos dio reparo pedirla cuando teníamos los pies posados sobre gran cantidad de ella) y un vino chileno excelente que traían los argentinos. La velada fue muy agradable, aunque teñida de cierto remordimiento por el segundo grupo, que apareció más de dos horas después. Nos duchamos y seguimos tomando copas para alegrar la jornada antes de acostarno para emprender el nuevo día a las cuatro de la mañana, con el objetivo de ver la salida del sol desde la Isla Inca Huasi o isla de los pescadores.

El último día de nuestro accidentado tour resultó bonito: el amanecer entre cactus y cavernas en la isla fue espectacular, coronado por un buen desayuno, aunque muertos de frío, y seguido por las típicas fotos jugando con las distancias en el inabastable salar de Uyuni. Dicho salar conforma el mayor y más alto desierto de sal del mundo, con una superficie de 10.582 km2. Se trata de la mayor reserva de litio del mundo, y cuenta con importantes cantidades de potasio, boro y magnesio. Antiguamente lo ocupaba el Lago Minchin y el Lago Tauka, que elevaron el nivel del agua en un periodo de clima húmedo de lluvias, seguido de un periodo seco que produjo la reducción de los lagos y la posterior formación de los salares actuales, continentes de diez mil millones de toneladas de sal. Tras jugar un poco por las inmensidades del salar, seguimos nuestro camino atravesándolo hacia el pueblo de Uyuni, donde comimos, compramos souvenirs y visitamos el Cementerio de Trenes, antes de despedirnos cada uno por su lado -Lídia se fue a Potosí y yo, a La Paz.

Mi largo viaje nocturno en bus fue de lo más plácido: tras dos días intensos en Atacama y tres en Uyuni, mi cuerpo se desplomó sin dificultades en el más que humilde autobús boliviano. Me desperté a las seis de la mañana en la terminal de La Paz y me dirigí cuesta abajo en busca de un hostal cualquiera. Entré por azar en uno de los típicos backpackers, el Pirwa Hostel, donde desayuné medio perdida por el sueño todavía, y conocí a Franc, un catalán de Sant Cugat que había decidido escapar dos meses a Bolivia en un periplo personal. Conectamos rápido y pasamos el día juntos visitando la capital: la plaza Murillo, la iglesia de San Francisco, la plaza San Pedro, el mercado Lanza, el mercado de las Brujas y el barrio del Alto, accesible a través de un precioso teleférico que te permite captar la inmensidad de tal ciudad desde los aires.

La Paz, a 3.650 msnm, está asentada en un valle a orillas del río Choqueyapu y coronada por la cumbre del Illimani, emblema de la ciudad que no pude ver a causa de las nubes. Edificaciones bajas pero amontonadas se expanden hacia los barrios periféricos debido a la emigración interna de los años sesenta en Bolivia, combinadas con rascacielos coloridos en la zona más comercial. Como todavía me sentía bien cansada y empezó a llover, Franc y yo nos instalamos en un bonito bar céntrico a tomar paceñas, la cerveza local, ambos ávidos supongo de una plácida charla en nuestra lengua materna. Es curioso cómo en los viajes se encuentra uno con gente que aunque te la hubieras cruzado en tu ciudad, seguramente no os hubierais conocido, pero en tierra ajena, congeniáis de inmediato compartiendo historias personales como amigos de toda la vida. Finalizamos el día agradablemente en el acogedor hostal compartiendo una botella de aguardiente boliviano (¿singani?) con dos vascas de Erasmus en Santiago de Chile y una brasileña del sur con las que intercambiamos historias de viajes, relatos varios, vanidades artísticas, politiqueos y discusiones sobre las unidades de medidas perdidas (incitados por el afán de conservación cultural de Franc, antiguo rapero que aspira a convertirse en “boletaire” reconocido en una masía del Empordà o en los Pirineos catalanes, ¡ole tú!).

En fin, todavía me cuesta saber en qué día vivo. Los últimos meses acompañada de amigos y nuevos conocidos se me pasaron fugaces, intensos, repletos de lo inesperado a cada paso. Debo volver a Perú para tomar un vuelo hacia Brasil a finales de mes. No pienso más allá. Hace tiempo que vivo aquí y en ninguna parte. Aquí, donde el ayer es hoy.

BSO: “Homes i dones del cap dret”, Quimi Portet.
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